sábado, 10 de marzo de 2012

Almendro en flor


Miraba la foto una y otra vez, ese era su enclave con la realidad. Observaba su pelo, su sonrisa y, desde todos los ángulos posibles, sus ojos. Sabía que cuando esos ojos le seguían la mirada debía detenerse para no sufrir una sobredosis, un colapso o un brote psicótico.

Cuando eso ocurría se quedaba quieto, pensaba demasiado y discutía internamente contra su propia consciencia. Su miraba lo entristecía, odiaba su sonrisa y, aún más, recordar el hecho de que fue él quien la retrató. Lo único que retenía su instinto suicida era pensar que si no llegaba a morir tenía grandes posibilidades de perder todo contacto con la realidad y con sus recuerdos. Amaba su locura controlada, no podía ni quería evitarlo.

Se permitió meterse un poco más, lo justo para que ya no sólo le mirara sino que se moviera dentro de la polaroid como si fuera una pequeña pantalla que envolvía su vida. Estático veía cómo la retratada bailaba y reía entre almendros en flor. Le encantaba el final del invierno, le encantaba pasear y disfrutar del despertar del sol con los primeros rayos cálidos. La recordaba con un jersey de cuello alto, con la piel de las manos, por fin sin guantes, suave y delicada. Al pensar en sus besos un rayo le hizo tensar la espalda y cerrar los puños. Cada beso era una caricia, una mirada y un trozo de vida que le arrancaba. Pensaba en el camino rural que tuvo que recorrer para llegar hasta allí, en la botella de vino que se tomaban mientras paseaban y en cómo le hizo el amor sobre el capó, ansiosos de placer, impacientes por demostrar todo aquel cariño que se regalaban.

Imaginó ahora sus pechos moviéndose al ritmo de otra melodía y sus gemidos de placer provocados por un intérprete distinto. Imaginó cómo esos dedos se entrelazaban mientras que sentía los suyos fríos y solos, soportando nada más que el peso de esa fotografía a la que ya no necesitaba mirar para observar lo que sucedía. Se había quedado acostado en el suelo con la mirada perdida en el techo. La sonrisa nerviosa superficial contrastaba con las lágrimas que resbalaban perdiéndose en los laterales de su cabeza y que nacían de una emoción tan profunda que no había llegado a ponerle nombre. Seguía viendo el placer de esa perra a cuatro patas disfrutando las arremetidas de aquel cabrón al que, sin embargo, ella amaba más de lo que jamás consiguió que lo amara a él. Seguía observando con rabia y sin dejar de llorar, imaginando la extinción de su propio cuerpo y decidiendo, como siempre le ocurría, que ya era hora de dejar de vivir así, para bien o para mal.
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