martes, 16 de agosto de 2011

Equilibrio



Se despidieron con un beso y una sonrisa triste. Volverían a verse, en eso habían quedado aunque no fueran capaces de prometerse nada más. Volverían a disfrutar del calor que produce sentirse queridos, protegidos. No se amaban, apenas se conocían y, aún así, se necesitaban profundamente. Todo había ido demasiado rápido. Ella jamás conseguiría sacarle de ese vicio del que él no quería desprenderse. Él no podía evitar darle todo ese cariño que ansiaba... ella no podía evitar sentirse feliz al no pensar en nada más.

Caminando hacia su coche una brisa le devolvió al frío de la soledad. Se sintió sucia, usada, violada. Maldijo a su corazón por inconsciente. "No te dejes, no otra vez". Se conocía, se sabía fuerte, fría, capaz de diferenciar y de mantenerse emocionalmente alejada. ¿Si era así por qué lloraba? Se odiaba, no se valoraba, creía merecerse el sufrimiento. "Todo saldrá bien" se repitió todo el camino sin comprender a qué venía su propia reacción, sin entender sus lágrimas y sin querer aceptar que ya era demasiado tarde.

Él cerró la puerta y volvió a su nido. En la almohada todavía podía distinguir su perfume; en las sábanas, su fragancia. Mirando al techo intentó recordar lo que era estar enamorado. Mirando al techo ya no se preguntaba por qué era incapaz de sentir, sino por qué ella comprendía esa falta de emociones y lo respetaba, y eso lo estaba matando por dentro. Sentía su corazón usurpado. De alguna manera ella había conseguido penetrar en su diario más íntimo y leer sus secretos, la llave de su prisión. Conocía la clave y aun así no la había usado, lo estaba volviendo loco. Volvió a oler la almohada con desesperación y se sintió todavía más abandonado de lo que estaba hacía apenas unas horas. Es mucho peor cuando el calor persiste en el colchón.

No lo sabrían jamás, pero es un hecho curioso el que los dos encendieran sus cigarros y soltaran la primera calada en un suspiro al mismo tiempo, amándose y odiándose recíproca y reflexivamente. Ambos se sentían estúpidos, perpetrados y dependientes de ese cariño que eran capaces de ofrecerse y ambos, cabezones, seguirían quemándose hasta que alguno de los dos reconociera, probablemente demasiado tarde para curar heridas, su derrota en esa batalla sin vencedores.

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