sábado, 10 de abril de 2010

Historias de guerra

El sargento Martínez marchó a paso ligero entre los cuerpos inertes de los subordinados que hace poco intentaron defender, sin mucha fortuna, lo poco que les quedaba del Pico de los Ángeles. Por aquel estúpido trozo de tierra había perdido a más de la mitad de su pelotón, ningún cabo vivo, ningún sanitario que curara a los cuatro supervivientes que pudo salvar. Mandó retirada pero no todos lo siguieron: el mortero seguía disparando, y no fallaba. Apenas quedarían un par de granadas que lanzar y los malditos invasores se acercaban cada vez más.

Las balas silbaban alrededor de la cabeza del joven raso y éste ni se inmutaba, sordo como una tapia con los oídos destrozados, los sentidos muertos, concentrado en la única tarea de apuntar, cargar y disparar. Los tres cadáveres de sus compañeros de escuadra lo salvaron de alguna que otra bala sirviendo de oportunos parapetos improvisados que colocó sobre los sacos de arena justo después de quitarles las granadas que cada uno de ellos portaba para el mortero. Todavía le parecía increíble haber sobrevivido a la explosión que se llevó a sus compañeros y que lo dejó con un zumbido permanente además de las heridas que todavía no había tenido tiempo de examinar. En cuanto veía aparecer a alguno con un bazuca le daba un tiro certero con su fusil, y si conseguía acercarse algún grupo los hacía volar con un buen reventón. Apuntaba de corazón, de instinto, dibujando una cruz en su pecho antes de cada tiro, sin goniómetro ni mariconadas. Lo único que sabía manejar antes de llegar al ejército era la escopeta con la que alejaba a los animales salvajes de su ganado, pero el Cuerpo no tuvo tiempo de formarlo mucho más antes de enviarle a esta guerra casi improvisada contra la rápida invasión de la que fue presa su patria. De todas formas cada vez que veía que una de sus balas desmembraba a alguno de esos infieles se sentía más realizado, sin remordimientos, orgulloso de su valía, ciego por la ira que lo invadió desde que lo llamaron a las filas, así que el adoctrinamiento tampoco hubiera cambiado demasiado sus ideas.

El sargento corría agazapado, intentando evitar los claros en el espacio que había entre él y el soldado abandonado. Corría con el subfusil preparado, disparando a quien podía, disparando para que no le dispararan, disparando para recordar que él todavía podía hacerlo. Detrás del dique de sacos de arena seguía el soldado santiguándose y dando gracias a dios por cada bala que lograba encasquetar en el enemigo. Apenas se asustó al notar la mano de su sargento en el hombro, ya le habrían volado la tapa de los sesos si no fuera amigo. -¡Vámonos, vámonos, de prisa!- logró entender de sus labios. Apenas sin mirar dejó caer la última bomba que le quedaba y corrió viendo cómo la arena se levantaba a su alrededor con cada bala que intentaba darles caza. Corrió, ahora sí, pensando en la familia de sus compañeros y en la suya propia que le estaría esperando en vilo, también en la familia de sus enemigos, pero con mucha peor fe. Al ver la arena flotando en el aire corrió con dos cojones, como nunca había corrido, corrió dándose cuenta de que era vulnerable por primera vez, teniendo el miedo que debió tener desde un principio, corrió deseando llegar a salvo al comenzar a sentir en el hombro izquierdo el dolor de alguna esquirla que debió atravesarle con la explosión. Mientras avanzaba deseó que su última granada hubiera acertado de lleno sobre algún oficial o, mejor, sobre algún grupo. No era un sádico, ni siquiera un patriota, pero esa chusma lo sacó de la tranquilidad del campo que tanto había apreciado. Jamás fue amante de las sorpresas, ni siquiera iba a las fiestas del pueblo por no salir de su encierro; en realidad mandaría a su propio país a tomar por saco si no fuera por la sencilla razón de que no tenía ningún otro sitio donde ir. Entre carreras consiguieron llegar detrás del búnker destrozado, desde donde Martínez avisó por radio esperando algo de apoyo aéreo sin demasiada esperanza. Se dejaron caer contra la pared junto a los últimos miembros del pelotón mixto 14º de la compañía del sur que intentaban no morir desangrados taponándose las heridas, maldiciendo bravuconadas y soñando con un presente diferente. El soldado sentado cerró los ojos y suspiró consciente ahora de la suerte que le esperaba, conocedor de que aquellos serían los últimos momentos que pasaría despierto, lúcido al permitir escapar la última lágrima de su vida.

3 comentarios:

  1. muy chulo. gran cambio de registro! ya te comentaré alguna cosa.

    si te conectas dime algo al messenger, aunque igual tardo en contestarte.

    mua.

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  2. sorprendente, tienes madera, yo avivaría esa llama, es como componer música, solo unos pocos podeis hacerlo, aprovéchalo y nos sigues deleitando a los que te seguimos.

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  3. Vaya, muchísimas gracias "anónimo", intentaré no dejar que se extinga, es uno de mis mayores placeres. gracias!

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